Me encontré, el otro día,
sin saber cómo y por qué,
en un paraje, que había
mucho lodo y tropecé.
Caí, de bruces, al suelo,
nadie había a ni alrededor
y llorando, sin consuelo,
le pedí a nuestro Señor,
que se apiadara de mí.
Fueron terribles momentos,
los que, aquel día, yo viví,
pero, ponto, mis lamentos
cesaron, pues, descubrí
que alguien oyó mi plegaria
y, rápido, vino a mí:
era un indigente, un paria,
con un corazón de oro,
que, con su fuerza y tesón,
al que respeto y añoro,
con su mejor intención,
logró salvarme la vida
y, desde entonces, yo sigo
con mi andadura elegida.
¡El, siempre, será mi amigo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario